Estoy hasta las narices, absolutamente hasta las narices, de leer publicaciones de copia/pega de chatgpt, pensamientos que no son pensamientos, sino simples productos manufacturados por una IA que finge tener algo que decir. Y cuando digo “hasta las narices” no me refiero a un fastidio pasajero, no me refiero a un pequeño gesto de molestia o a la típica exclamación que uno suelta tras ver dos o tres textos sospechosamente similares, sino a un hartazgo profundo, reiterado, constante, que se ha ido acumulando con cada nuevo scroll en redes, con cada nueva visita a un blog, con cada lectura fallida de algo que debería inspirar, provocar o, al menos, entretener, pero que termina siendo el equivalente textual de comer cartón prensado.
Y no es que yo tenga algo contra la tecnología en sí. No soy un ludita que pretenda vivir en una cueva, tallando piedras mientras el resto del mundo avanza. He usado la tecnología, la uso cada día y no tengo problema en reconocer su utilidad. Pero una cosa es usar herramientas para potenciar la voz humana y otra, muy distinta, es sustituirla por completo, anularla, borrar toda huella de individualidad y reemplazarla con el ruido estadístico de una máquina que jamás ha vivido, que jamás ha sentido, que jamás ha cometido un error genuino. Porque los errores genuinos son parte de lo que hace que un texto sea humano, son las torpezas, las repeticiones innecesarias, las muletillas personales, los desvíos absurdos de tema los que revelan que alguien estuvo ahí, escribiendo con sus propias manos, pensando con su propia cabeza, dudando con su propia mente. Y en cambio, ¿qué nos ofrecen los posts de IA? Nos ofrecen uniformidad, una voz tan perfectamente calibrada que termina siendo insoportable, una voz que suena a todo y a nada a la vez, una voz que no pertenece a nadie.
El problema no es que existan estos sistemas, sino la manera en que se han infiltrado en todo, convirtiéndose en la norma en lugar de la excepción. Antes, cuando uno encontraba un texto redundante, podía pensar que el autor era simplemente malo redactando. Ahora, cuando uno encuentra un texto redundante pero “perfectamente malo”, sospecha que hay una IA detrás. Porque el mal humano es irregular, tiene grietas, se nota. El mal maquinal es constante, repetitivo, uniforme, tediosamente idéntico en cada línea. Es un mal estandarizado que se disfraza de corrección. Y ahí está el meollo: no estamos llenando internet de voces, lo estamos llenando de clones. Clones que se repiten hasta el infinito con leves variaciones, como esas tiendas de franquicia que prometen experiencias diferentes pero siempre huelen igual, suenan igual, venden lo mismo.
Piénsalo: ¿qué sentido tiene un espacio de expresión personal cuando la mayoría de lo que circula está fabricado sin personalidad alguna? Es como invitar a cien personas a una fiesta y descubrir que noventa y nueve de ellas son maniquíes vestidos con ropa distinta. Desde lejos, parece una multitud. De cerca, te das cuenta de que estás rodeado de plástico. Esa es la experiencia de leer hoy en día: rodeado de plástico textual, rodeado de palabras que suenan bien pero no significan nada, rodeado de frases que imitan emociones que nunca existieron. Y lo peor es que la gente aplaude. Se celebran estos textos como si fueran hazañas creativas, como si el mero hecho de juntar párrafos fuera equivalente a escribir.
Pero escribir no es juntar párrafos. Escribir es vivir en el lenguaje, es arriesgarse a que lo que uno diga no guste, a que sea torpe, a que sea contradictorio. Escribir es, también, dejarse ver en las costuras. Cuando leo a alguien que divaga, que se contradice, que mete ejemplos absurdos, que se va por las ramas, sé que estoy frente a alguien vivo. Cuando leo a la IA, solo veo un cadáver bien maquillado. Y lo repito: un cadáver puede estar maquillado con perfección, puede lucir impecable, puede incluso oler a perfume caro, pero sigue estando muerto. Los textos de IA son cadáveres maquillados. No hay más.
¿Quieres ejemplos? Basta con mirar los posts que empiezan siempre igual: “En el mundo actual, donde los cambios son constantes, es más importante que nunca…” ¿Te suena? Claro que te suena, porque lo habrás leído no una, ni dos, sino decenas de veces. ¿Y por qué? Porque esa es la fórmula estadística que la máquina considera segura. Otra variante: “Vivimos en una era en la que la innovación nos rodea…” o “Cada día enfrentamos nuevos desafíos, pero también nuevas oportunidades…”. Es una colección interminable de frases que parecen profundas pero que no dicen absolutamente nada. Son el equivalente textual de las galletas de la fortuna: consejos triviales disfrazados de sabiduría.
Y la trampa está en que funcionan. Funcionan porque son fáciles de leer, funcionan porque no molestan a nadie, funcionan porque suenan bien. Pero justamente por eso son peligrosas. Porque poco a poco, la gente se acostumbra a esta mediocridad disfrazada de perfección. Poco a poco, la gente deja de distinguir entre un texto auténtico y un texto artificial. Poco a poco, la escritura humana se convierte en algo exótico, en algo raro, en algo que sobresale no porque sea mejor, sino porque se atreve a ser distinto. Y llegaremos a un punto en el que ser distinto será la verdadera rebeldía.
Decir no a la IA es, por tanto, un acto de resistencia. No un capricho, no una manía, no una moda. Es resistir a la homogeneización, resistir a la idea de que todo puede producirse en masa, resistir a la comodidad del copiar y pegar disfrazado de originalidad. Porque si cedemos del todo, si entregamos el lenguaje a las máquinas, terminaremos viviendo en un océano de palabras sin dueño. Y dime tú, ¿de qué sirve un océano si todas sus gotas son idénticas? Un mar así no refresca, no inspira, no arrastra. Un mar así es solo agua estancada, infinita, inmensa, pero inútil.
Prefiero mil veces leer un texto torpe, lleno de faltas ortográficas, con párrafos interminables y redundantes (como este mismo, que ya roza lo insoportable) pero escrito por alguien que se tomó el tiempo de sentarse y pensar. Prefiero leer la rabia mal redactada de un estudiante, la confesión tambaleante de alguien que no sabe expresarse, la opinión impopular de alguien que se atreve a ir contra la corriente. Prefiero cualquier cosa humana antes que un texto perfecto pero hueco. Porque lo humano siempre deja rastro. Lo artificial solo deja una huella genérica que podría pertenecerle a cualquiera, es decir, a nadie.
Así que sí, este post es largo, pesado, repetitivo, casi insoportable de leer. Y lo es a propósito. Porque quiero que quede claro que al menos hay alguien detrás, alguien que eligió cada palabra, alguien que decidió alargar las frases hasta el absurdo, alguien que tomó la decisión consciente de aburrirte con su voz. Y aunque eso pueda parecer un crimen literario, al menos es un crimen humano. Y créeme, prefiero ser culpable de eso antes que ser cómplice de la gran farsa de los textos generados por IA.
Decir no a la IA es, en realidad, decir sí a la escritura, sí a la voz personal, sí a la torpeza, sí a la emoción. Porque mientras quede una sola persona dispuesta a escribir desde sí misma, con sus limitaciones y con sus excesos, todavía habrá esperanza de que el lenguaje siga siendo humano.
CONCLUSION
En conclusión, si yo quisiera leer a ChatGPT, me iría directamente a su página, abriría la ventana de conversación y pediría lo que me apeteciera en ese momento: un texto pulido, neutral, correctamente estructurado, con un aire de falsa profundidad que funciona bien en titulares rápidos y en resúmenes digeribles. Pero precisamente por eso estoy aquí y no allí. Porque cuando abro un post, un blog, una publicación personal, lo que busco no es esa perfección sintética, no es la voz aséptica de un algoritmo, no es el eco de millones de frases recombinadas. Lo que busco es la voz de alguien. Esa voz puede ser torpe, puede ser repetitiva, puede ser enojada o aburrida, puede incluso ser insoportablemente pesada como estas páginas que has leído, pero sigue siendo voz humana, sigue siendo el eco de alguien que pensó, dudó y decidió compartirlo.
La diferencia entre leer a una persona y leer a una máquina es la misma que existe entre conversar con un amigo que tartamudea al explicar algo importante y escuchar un anuncio publicitario leído por un locutor impecable. Uno conecta, el otro resbala. Uno incomoda, el otro adormece. Y lo peor es que el anuncio parece correcto, parece perfecto, parece inofensivo, pero en realidad no dice nada. Esa es la sensación que me dejan los posts fabricados por IA: la nada envuelta en celofán.
Así que no, no quiero abrir redes sociales para toparme con un desfile interminable de clones textuales. No quiero leer frases hechas que parecen salidas de un manual de autoayuda en serie. No quiero la homogeneidad del “contenido” por encima de la expresión. Y sobre todo, no quiero fingir que esos textos me representan. Porque si quisiera leer a ChatGPT, ya lo habría hecho en su propio espacio. Lo que quiero leer aquí es a ti, con tus defectos, tus obsesiones, tus palabras mal elegidas y tus frases interminables. Porque ahí está la diferencia: cuando escribes tú, aunque lo hagas mal, aunque lo hagas pesado, aunque lo hagas confuso, hay vida. Cuando escribe la máquina, solo hay vacío.
Por eso, después de todo este ladrillo soporífero, la conclusión es sencilla, repetitiva y necesaria: si quiero leer a la IA, voy a su página. Aquí, en cambio, vengo a leer a las personas. Y mientras las personas sigan existiendo, mientras haya alguien dispuesto a escribir con su propia voz, aunque sea para cansar, aunque sea para aburrir, aunque sea para irritar, seguirá habiendo un espacio humano que ninguna máquina podrá reemplazar.